miércoles, 12 de diciembre de 2012

El Canto del Majnun.



Capítulo Final

Por la noche Konya se viste con el encanto místico de los lugares que guardan antiguos secretos ocultos a la vista de los buscadores, pero que llaman al alma a escuchar su vieja canción. 
Cuando por fin el guarda cerró la puerta del museo, salí de mi escondite. El retrato de Mevlana estaba sobre el edificio mortuorio que albergaba su bendito cuerpo.
Decidido a honrar al maestro, abrí el Corán y entoné algunas suras esforzándome por retener las lágrimas. También quise salmodiar sus poemas junto con esbozos de versos de mi propia inspiración.
De repente el interior del edificio comenzó a cubrirse con una espesa y densa niebla. Cientos de susurros entre las sombras anunciaban la presencia de seres de otros tiempos. Un frío glacial me recorrió el cuerpo al escuchar el sonido del ney proveniente de algún rincón de la mezquita donde empezaron a formarse también figuras de aspecto humano.
Sin saber por qué, me levanté, miré el reloj, cerré los ojos y, muerto de miedo, di el azdhan llamando a la oración de la noche. Al terminar, abrí de nuevo los párpados y descubrí que centenares de entidades acudían a mi llamada atravesando las paredes, bajando del cielo o recorriendo las calles de la ciudad hasta llegar hasta aquí para formar hileras dispuestos a inclinarse ante el buen Dios según la religión de Muhammad. Algunos vestían chilabas, otros se ocultaban bajo capas oscuras, muchos tenían sus cabezas cubiertas con turbantes de diferentes colores.
Sobre nosotros, la tumba de Mevlana parecía brillar con luz propia. El rostro translúcido de quien estaba delante de mí se dio la vuelta y me miró a los ojos para pedirme que diera el iqama, el último aviso que precede al rezo.
Terminado el salat, los orantes fueron sentándose alrededor del oratorio ocupando los puestos que venían guardando quizás desde hacía siglos. El samá estaba a punto de comenzar. Un lugar vacío llamó mi atención y, precavido, caminé despacio hacia él. El sueño se había cumplido y por fin pude sentarme bajo el océano celeste color turquesa mientras, uno a uno, hombres y mujeres vistiendo hábitos monásticos, que les hacían parecer lirios blancos, fueron desfilando hasta el centro del edificio. Como por encanto, comenzaron a girar sobre sus pies desplegando a la par las manos y, mediante alguna clase de magia, sus ropas también se abrieron como flores anhelando la luz del sol.  
Igual que Ulises al ver las playas de Ítaca, mi corazón, al contemplar su danza, supo que el viaje había concluido. Por fin había vuelto al hogar. Mi alma descansó ocupando el sitio libre que había quedado en la mezquita quizás esperando pacientemente también mi retorno. Así, dichoso, feliz, mi mirada se posó en el gran Maestro de derviches y nuestros ojos se volvieron a reconocer. ¡Aquella barba blanca! Su figura era la viva imagen del retrato que colgaba sobre el sepulcro. Era él quien se me había aparecido en sueños.
Sonriendo se acercó a mí, extendió su mano y me ordenó:
-¡Gira! Tus hermanos te esperan
-No sé girar – balbuceé
-Recuerda, tan solo tienes que extender tus manos, liberarte de todo odio y llenarte de amor. ¡Gira! – insistió
-¡No puedo girar! – grité rompiendo a llorar
-¡Gira! – dijo por tercera vez – En el Nombre de tu Señor que te ha creado. ¡Levántate!
Luchando contra mí mismo, finalmente me rendí, le di la mano y, sin saber cómo, empecé a girar delante de él. A medida que bailaba, todo alrededor se fue difuminando y diluyendo. Primero desaparecieron los colores, luego las formas, después hasta yo mismo me desvanecí y nada de mí quedó. Dejé marchar aquél quien creía ser, lo que quería y lo que creí saber. Con el giro desaparecí por completo hasta que una inmensa paz se estableció en mi mente y en mi corazón. De repente ya no era consciente si giraba o estaba parado. Todo, dentro y fuera, era serenidad, silencio y paz.
Tras un lapso de tiempo que no pude medir, el baile fue ralentizándose y el mundo volvió a surgir con sus colores y formas.
Al detenerme no sentí mareo alguno, tan solo ligereza en el alma. Me había vaciado de todos los lastres que me ataban y, como un recién nacido, no podía dejar de sonreír.
Tras inclinarme ante Mevlana, besé su mano y regresé a mi asiento. Debía dejar su turno a los demás.
-Los hermanitos hindúes se sientan a esperar la suprema vibración que los haga vaciarse de todo – dijo el espíritu que se sentaba a mi lado - Nosotros giramos con la creación. Así, soltando el odio, nos llenamos de amor y de esa forma podemos convertirnos en Hijos de Dios –
-¿Cada cuanto tiempo se repite esta ceremonia? - pregunté
-Debemos renovar todas las semanas nuestros votos danzando para soltar la ignorancia y poder unirnos con el Señor. Lo hacemos para recordar que nuestra perdición es el olvido del amor, lo que nos conduce al sufrimiento y al odio. Cuando la luz de Dios aparece, que es el amor, el odio y el sufrimiento desaparecen como la oscuridad –
-¿Por qué me siento como en casa? – pregunté de nuevo esta vez sin esperar respuesta
-Majnun, los corazones más grandes son los que más sufren, por eso necesitan vaciarse completamente de tanto sufrimiento para llenarse otra vez de amor y recuperar la vida. Es por eso que debemos morir, para reencarnar, porque hay dolores tan profundos que ni siquiera con el giro se pueden soltar. Entonces debemos nacer de nuevo para aprender otra vez a amar –
Viajando con la velocidad del rayo volvieron a mi memoria sucesos de épocas pasadas, de vidas pasadas. De repente reconocí el rostro del fantasma que tenía a mi lado, me recordé en otro cuerpo, en otro lugar y un enorme y antiguo dolor regresó a mi consciencia.
-Por fin te has perdonado. Ya no tendrás que regresar – dijo mi viejo amigo
-¡Sí! He tenido que perderos a todos para volveros a encontrar – balbuceé reconociendo a la vez mi alfombra de oración sobre la que estaba sentado
-¡No te alejes nunca más de nuestro lado! – dijo ofreciéndome un rosario de oración
- ¡Por fin puedo descansar! – dije mientras lo tomaba.