viernes, 18 de julio de 2014

Jesús de Nazareth, más que un Budha



Permítanme contarles una vieja historia como nunca antes la han escuchado, un antiguo cuento que haré nuevo para todos ustedes, la vida de un hombre que se convirtió en un Budha, de un Budha que se hizo Dios. Y no digo un dios, sino Dios.
Podrán creerme o no, allá ustedes, que no es mi misión hacer apostolado, ni tener discípulos o crear una nueva religión, sino contar historias, y con esas historias, hacerles soñar con un mundo nuevo y mejor. Con un mundo donde, a través del propio esfuerzo, unido a amor y a la devoción, se puede trascender la naturaleza de todas las cosas.
Pues verán, empiezo, hace mucho tiempo, en una lejana tierra, en el seno de una familia muy humilde, una mujer quedó encinta. Devota esposa y fiel amante de su marido, tenían ellos una extraña religión que adoraba a un solo Dios que, además, no podía ser visto.
Rara situación era ésta, que se adore lo que no se puede ver, ni tocar, ni oler, ni visitar en cualquier templo. Pero, en cambio, ese Dios podía ser sentido y oído, y Su Santuario se encontraba en el corazón de todos los seres. ¡Esa era su morada! Porque ¿cómo poner puertas al mar o ventanas al cielo? ¿De qué manera se puede encerrar la Inmensidad? 
Era tal la relación que tenían con aquella Divinidad, que se consagraron por completo a buscar Su Presencia, y por consiguiente, le consagraron igualmente la criatura que ella llevaba en su vientre.
Desde aquel momento, sucesos imposibles comenzaron a acontecer. Visiones celestiales, música angelical, premoniciones. Una nueva comunicación se había abierto con la Eternidad, quizás a causa de la criatura no nacida o quizás a causa de su propia intimidad con aquel Dios invisible al que se podía llegar a través de la fe.
Tal vez las profecías del aquel antiguo pueblo se habían cumplido, puede que fuesen ellos los custodios de un Maestro destinado a guiar a la humanidad. Madre y Padre del Príncipe de la Paz.
A causa de la tiranía del opresor, temiendo por sus vidas, avisados en sueños por una inspiración divina, salieron de su tierra buscando un nuevo destino lejos de la cruz imperialista. Así, de esa guisa, en algún lugar al abrigo de la noche, nació el niño que estaba destinado a convertirse en el Hijo de Dios.
Y los milagros continuaron sucediendo a su alrededor. Extraños personajes se les acercaban viendo en el pequeño al profeta más grande de todos los tiempos.
Así el niño fue creciendo, y en su interior, una llamada, un anhelo, una extraña intimidad con aquel Dios desconocido para el extranjero, e incluso desconocido también para los de su propia nación, pues el joven había aprendido a ver a Dios en las cosas y a las cosas en Dios, hasta que ya no hizo distinción entre unas y otro, sino que todo lo existente era el cuerpo del Señor.
Aprendió también a callarse a sí mismo para aprender a escuchar la música de las esferas, aprendió a distinguir el susurro de la creación, una nana que cantaba el Padre del mundo, una secreta confidencia entre la criatura y su Creador.
Y ese anhelo, lejos de menguar, fue creciendo más y más. Y viajó por esa bendita tierra aprendiendo el conocimiento de los místicos del saber de su propia religión, santos, eruditos, profetas… de todos ellos bebió, hasta que por fin encontró a quien lavó su cuerpo en las benditas aguas de la purificación, enderezó su camino allanando los caminos del Señor.
Entonces sucedió algo prodigioso. Cierta mañana, en su bautismo, cuando salió del río, se oyó la Voz de ese buen Dios, que a la vista de todos, confesó: - Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy –
El impacto fue tal, que tuvo que retirarse a un lugar desértico para asimilar lo que había vivido, para vestirse de Iluminación, para estar a solas con su alma, para llorar y templar su mente en aquel nuevo estado, superar los miedos y vencer al ego, a los apegos, a la ira, al rechazo y al miedo, para alejarse de todo lo que le alejaba de Dios. Un nuevo ser había nacido, más perfecto que el anterior. Ya no había otra cosa en su corazón que no pronunciara el Nombre de Dios.
Por la fortuna del Señor, y por su enorme devoción, había llegado hasta la Flor de Loto del Último Límite, había alcanzado lo que otros llamaban la Budeidad.
Dentro de su alma se despertaron poderes latentes, podía realizar milagros, curar enfermos, expulsar demonios, ver el futuro y resucitar a los muertos. Todo esto pudo hacerlo porque se había vencido a sí mismo, había vencido al mundo y retornado al seno del Señor.
Pero no solo curaba cuerpos, sino también el alma de los paralíticos que no querían esforzarse para levantarse de su mediocridad y luchar por ser algo mejor. A los leprosos de espíritu, que apestaban a todos con el hedor de su vanidad. A los ciegos, que se negaban a ver la Gloria de ese Buen Dios. Y además resucitaba a los muertos en vida, enseñándoles que la existencia es mucho más que disfrutar de los placeres del buen vino y el buen yantar.
En su camino tuvo predilección por los pobres, por los afligidos, por los desahuciados y enfermos… aquellos a los que nadie quería ni prestaba atención. De su mano, el Amor de Dios llegó a ellos con este mensaje:
- Recordadme, que Yo nunca os he olvidado. Regresad a Mí, que mi Paraíso no está completo sin ti -
Pero tampoco fue esto suficiente para aquél que conocieron con el nombre de Jesús, pues, aunque llegó a la Budeidad, su sed de Dios no se apagó, y para hacerse más digno, aun siendo ya perfecto, quiso superar los límites de la iluminación.
Aunque sentía a Dios muy cerca, seguía habiendo distancia entre los dos, y aquella distancia era lo que le quebraba el alma, el dolor que le hacía pasar las noches en vela llorando de pasión. Aun llegando a donde nadie había llegado, todavía no estaba colmada su entrega y su devoción.
Entonces fue probado de nuevo, se hizo una flecha en las manos de aquel extraño Dios, que le pidió absolutamente todo lo que tenía, y él se lo entregó. Le entregó su cuerpo, y fue arrestado, maltratado y asesinado como un malhechor.
Le entregó su posición, y todos sus discípulos le dieron la espalda y le abandonaron en los momentos de miedo y terror.
Le entregó también su nombre, olvidando que era Hijo de Dios.
Le entregó a su madre, le entregó su vida y finalmente le entregó su espíritu con una exhalación. Y justo en aquel momento, la tierra detuvo su órbita y se estremeció, porque el que había nacido como hombre, el que fue reconocido como Hijo, ahora se había fundido en el Señor. Ahora eran Uno y el mismo. El hombre ya no existía, quizás nunca existió, ahora quedaba Dios solo, Uno solo, Jesús había conseguido por fin destruir el maldito dos. Así, a los tres días, con un nuevo cuerpo, el que nació como hombre resucitaba como Dios, y todos sabemos que Dios no puede morir.
Esta es la historia de un hombre que se convirtió en un Budha, de un Budha que quiso dejar de serlo para fundirse en Dios. Quizás piensen que es un cuento triste, pero realmente es una historia de Amor. Un Amor tan grande que consiguió unir tres en uno, Amante, Amor y Amado, hasta que solo Dios quedó. Una historia que nos enseña que, allá donde la virtud florece, en cualquier acto cotidiano cuajado de compasión, está el camino al cielo, está el abrazo del Señor.

Jesús, el Budha, eres tú mismo, hombre o mujer, que te sientes inspirado a llenar tu vida con actos de amor. Allá donde la virtud florezca, está el espíritu del Hijo de Dios. Por eso Jesús no ha muerto, y donde dos o tres se reúnen para ayudar al enfermo, al necesitado, a la viuda o al huérfano, él está trabajando también en medio de ellos. Tan solo hay que querer reconocerlo. Él no es diferente a la mejor versión de ti, como tú no eres diferente de Dios. Jesús está en ti, como lo está Dios, pero recuerda que Jesús es el Caminante, el Amante. Nuestras acciones son el Camino, también llamado el Espíritu del Santo del Amor. Y el Amado es nuestra meta, otro de los Nombres de Dios. Nunca hubo otra trinidad que esta, y al final, el secreto está en que solo hay Uno, sin tres, sin dos, sin Jesús, sin ti, sin mí, sin otro yo que Dios… Pues más allá de Él, todo es ilusión.

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