jueves, 25 de junio de 2015

EL ARTE DE LA MEDITACIÓN


 
Como hace algunos años pensé que la idea de meditar era muy romántica, me eché los sueños a la espalda, hice las maletas y decidí viajar a la India más mágica para encontrar un viejo maestro en la cima de alguna montaña que me enseñara el arte de meditar, con barba larga, hábitos extravagantes, y capaz de hacer milagros.
Ya me imaginaba sentado en un oscuro templo rodeado de monjes sabios y misteriosos que se pasaban en voz baja, de uno a otro, los secretos de la creación.
Sin embargo, cuando llegué a la India, lo peor que me pudo pasar fue que encontré a un maestro de verdad, aunque no el que yo había imaginado.

Durmiendo cada día sobre esteras echadas en el suelo de cemento, tuve que cambiar la nívea blancura de aquella alta montaña de mis sueños por las sucias calles de Delhi, el silencio de los bosques por el ruido de los coches, el templo adornado con pan de oro por una vieja casa de paredes mal encaladas.

Además, cada día tenía que luchar contra las cucarachas, los chinches, los mosquitos y las pulgas con los que compartía habitación, los cuales tenían más derecho que yo por llevar más tiempo allí. Debía, además, extremar la precaución para no beber agua del grifo, tener prudencia a la hora de ir al baño y sobrevivir comiendo verduras hervidas con arroz sin que mi estómago dijera nada al respecto.

Las numerosas horas, sobre el cojín de meditación, hacían que mi espalda tuviera que soportar el peso del cuerpo y un intenso dolor me recorría la columna vertebral de arriba abajo.

No obstante, al cabo de un tiempo, cuando regresé a España, había dejado en la India todas mis ideas románticas acerca del arte de la meditación, pero me había traído conmigo una paz interior como jamás habría podido imaginar. Una luz en el alma que las palabras no pueden describir.

Así descubrí que realmente la meditación es el trabajo de los héroes, no el divertimento de los traficantes de milagros, ni el pasatiempo de los adictos a vestir sus egos con ropas de otras tierras.

Mi maestro no era un monje con viejos hábitos, sino un zapatero remendón cuya sola presencia hacía que mis lágrimas subieran del corazón hasta los ojos. Sin embargo, él había conseguido convertirse, a través de la bondad, en un maestro de vida, alguien que, sólo con su presencia, podía conducirte de un estado a otro superior.
 
Su práctica diaria era desear, de alma a alma, en silencio, paz y felicidad a todos aquellos con quien se cruzara, ya fueran buenos o malos, grandes o pequeños, lejanos o cercanos, visibles o invisibles.
 
Desear felicidad a todos los seres era algo tremendamente difícil para el ego, pero para el alma era como un soplo de aire fresco.

Cuando nos impartía sus enseñanzas, antes se postraba ante nosotros. Igualmente, si tenía que subirse a algún lugar para que todos le viéramos, primero nos pedía perdón. Justo en el instante en que le vi, me quedé prendado de él ¿cómo no hacerlo delante de alguien tan humilde? ¿Cómo no enamorarme de alguien así y seguirle a donde quiera que fuese?

4 comentarios:

  1. Qué bonito Manuel, me encanta. Muchas gracias por tu LUZ

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  2. Humildad en ese ego y valor para él y el reconocimiento de la verdad.

    Besos,

    tRamos

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  3. Humildad en ese ego y valor para él y el reconocimiento de la verdad.

    Besos,

    tRamos

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