sábado, 25 de julio de 2015

Las Noches en Estambul



  

Paseo por los alrededores del Bósforo buscando el barrio de Eyub. A veces canto y bailo mientras alguna ancianita, cargada de arrugas, menea la cabeza bajo su pañuelo pensando que estoy ebrio... y lo cierto es que es verdad. He probado el vino del Amor y me he emborrachado ¿Cómo si no podría pasar las noches de ramadán en Estambul rodeado de tanta belleza? En algún lugar alguien llama a la oración y yo acudo ¿Cómo negarme a quien me invita a entrar al Paraíso? Bajo mi frente el cielo huele a alfombras turcas de mil nudos. Cuando salgo de la mezquita, el mundo ya no es el mismo, o soy yo quien ha cambiado. Decía un antiguo refrán sufí que si el viaje no te cambia no es un viaje.

En silencio, deshago mi camino cruzando la ciudad hasta Sultanahmed, lo que me da la oportunidad de pasar por decenas de tumbas de santos y derviches que se reparten por Estambul, algunos casi olvidados incluso por sus propios convecinos. Turquía, en esta época, es un hervidero de gente que se agolpa sobre todo en los parques frente a Aya Sophia, pero a esta hora de la noche todo está en calma y los cientos de personas que han  peregrinado hasta aquí, duermen a la vera de la Mezquita Azul esperando el canto del almuédano invitándoles a la oración más madrugadora. Todo el mundo duerme para el corazón que ha despertado.

Bordeando el Palacio de Topkapi, con la mente serena, bajo por el camino que lleva hacia mi hostal. La visión nocturna de los altos minaretes iluminados como agujas que rasgan el cielo nocturno es un canto para el alma y una increíble postal para el recuerdo. Sin embargo, en una de las esquinas que hace la acerca cuando se curva a la derecha, justo detrás de una papelera, la silueta de un niño pequeño, de unos seis o siete años, me hace estremecer el corazón. Acurrucado en la pared, tiene metida la barbilla en el pecho intentando conciliar el sueño.

Mi alma me empieza a hablar a gritos mientras sus ropas, harapientas, no me permiten continuar. - Tengo que hacer algo – recapacité, y sin pensármelo dos veces, saqué la chocolatina que tenía en el bolsillo y, mientras el pequeño abría los ojos, notando mi presencia, me agaché junto a él y se la ofrecí.
Sus ojos eran oscuros y tenía la cara llena de churretes. Debo confesar que tuve que hacer un terrible esfuerzo para no llorar y mostrar mi mejor sonrisa mientras sus manos, temblorosas y desconfiadas, cogían mi regalo. - ¿Qué haces durmiendo aquí? – Me atreví a preguntarle – My father finish in Siria – Dijo con voz entrecortada agachando de nuevo la cabeza, tratando de tragarse su dolor, mientras de sus ojos comenzaban a brotar unas lágrimas que intentaba disimular.

Tratando yo también de digerir aquella información, acaricié su cabecita y le di algún dinero, sin embargo, mientras me alejaba, mi alma no me dejaba de gritar, pero ¿qué podía hacer? En solo unos segundos mis pies habían bajado del cielo a la tierra recogidos a toda prisa por la terrible realidad del sufrimiento, de las lágrimas de un niño pequeño, del dolor de una víctima de la ignorancia humana, la cual consiente en matarse unos a los otros en aras de un Dios que ni siquiera conocen. Un Dios que, en realidad, estaba en ese niño pequeño que había tenido que huir de su país para no morir y ahora se deshacía llorando echado en una esquina junto al Palacio del Sultán. Pero curiosamente, nadie reconocía a este Dios, ni luchaba por Él, quizás porque este Dios no es conveniente a los intereses humanos, y sin embargo no hay más Dios que Él, y quien ve más dioses tiene un problema de visión y de amor.  

Arrastrado por mi conciencia, me metí en uno de los restaurantes que permanecían abiertos junto a mi hostal y compré dos kebab. Debo confesar que desandar mis pasos para volver a buscarle fue uno de los momentos más increíbles de mi viaje, donde me encontré a mí mismo, a la persona que quería llegar a ser, pudiendo sentir cómo mi corazón saltaba de alegría dentro del pecho mientras los ángeles me acompañaban en mi camino de regreso. Pero, de repente, un pensamiento me detuvo. ¡Quizás el pequeño ya no estaba allí! Quizás tan solo había sido una alucinación mía, un espejismo de mi alma… Y debo confesar que recé para que todo aquello hubiera sido un delirio de mi mente.

Caminé despacio hasta el recodo de la acera que escondía el lugar donde aquella criatura se había refugiado anteriormente, y deseando ver el hueco vacío, me asomé… pero el pequeño seguía allí. ¡No había sido una alucinación! A pesar de lo que piensen algunos, el dolor ajeno no es una ilusión. E, intentando digerir tantos sentimientos encontrados, disfrutamos juntos de la cena riendo mientras me decía que él era del Barça  y yo trataba de convencerle de que el Atlético de Madrid era mejor.

Cuando regresé al hostal aquella noche y llamé a mi mujer, ella me preguntó qué había estado haciendo todo el día. Yo le contesté: - He visto cómo es mi alma cuando está junto a Dios y ahora sé hacia dónde debo conducir mis pasos –

Quien tiene amor en su corazón, lo reparte a quienes le rodean. Quien tiene alegría en su mente, contagia esa alegría al mundo. Quien tiene bondad y compasión, no puede guardarla como el avaro su tesoro. ¡Qué riqueza es tener para poder dar!

Dicen que judíos, cristianos, musulmanes, blancos y negros, somos diferentes, sin embargo, en todos los lugares donde he estado, los niños quieren jugar, las madres se preocupan y los ancianos dan consejos. Por tanto, ¿qué es lo que nos diferencia? ¿Qué nos hace tan distintos para no poder sentir compasión por todos los seres que sufren y tratar de ayudarlos?

Mi religión se llama Amor y mi práctica es tratar de ver la Bondad que se esconde en todos los seres, porque en todos los seres mi Dios se oculta y se reparte. Por tanto, si hiciera daño a uno solo de ellos, aunque fuera el más pequeño, a Dios mismo estaría dañando y faltando al pilar fundamental de mi credo. Sé que esto no será entendido por muchos, pero es que ellos no siguen mi religión. Yo no sé lo que otros creen, pero sé que yo creo en el Amor. Al sordo le da igual que le hables a gritos y al ciego le da igual que le enseñes el Paraíso… pero al amor, solo una mirada le es suficiente.

 "Cerré mi boca y te hablé de mil maneras silenciosas." Djalal al Din Rumi.










miércoles, 22 de julio de 2015

Sair Semi




Konyali Sair Semi fue un derviche muy humilde que vivió en la ciudad de Konya hace unos 200 años. Pasó la mayor parte de su vida consagrado a Dios a través de la cofradía Mevlevi del maestro Rumi. Cuando murió, en 1884, tan elevada fue su estación espiritual, que sus vecinos decidieron enterrarle dentro del monasterio de Mevlana, junto a otros tantos santos, aunque él había insistido siempre que no era digno de merecer tan alto honor. Así, a la mañana siguiente de haberle dado sepultura, su cuerpo misteriosamente apareció fuera del recinto. Sin saber qué pensar, las autoridades de la época decidieron volver a enterrarle y pusieron una guardia para vigilar su tumba. Sin embargo, a la mañana siguiente, el cuerpo volvió a aparecer extramuros, justo en el mismo sitio que el día anterior, sin que nadie lo hubiese movido. Convencidos ya del milagro, sus discípulos decidieron respetar por fin la última voluntad del maestro Sair Semi, enterrándole en el lugar donde había aparecido su cuerpo las dos veces, donde todavía hoy descansan sus restos y se puede ver el túmulo de su sepultura como un monumento a la humildad propia de los derviches